Presentación del Catálogo, por J. Alvar
Jaime Alvar (Universidad Carlos III de Madrid)
Afortunadamente ha habido antecedentes en la catalogación de los materiales mitraicos peninsulares, lo que facilita enormemente el trabajo aquí emprendido. Es, por tanto, necesario manifestar un reconocimiento explícito al esfuerzo realizado por numerosos investigadores que quisieron incrementar el conocimiento sobre el patrimonio histórico y cultural de la Península Ibérica a través del legado de una manifestación religiosa romana extraordinariamente peculiar. En honor de los que hicieron las cosas con el rigor y sabiduría que su momento histórico les permitía es necesario decir que muchos de los trabajos recopilatorios posteriores a García y Bellido apenas han supuesto nada en el avance del conocimiento de este culto en Hispania. Por ello, aunque la tipografía sea idéntica para unos y otros, es menester dejar constancia de lo que tiene valor y lo que es desechable, a pesar de que la mera cita, incluso peyorativa, sea positivamente puntuada en los actuales procedimientos de evaluación. Por ello pensé la posibilidad de omitir las referencias a la bibliografía inútil; sin embargo, he creído que había de primar el rigor frente al aprovechamiento espúreo que puedan obtener algunos. Intentaré ser justo en el juicio historiográfico.
La historia de la catalogación de los materiales mitraicos hispanos comenzó hace ya algo más de un siglo. En efecto, en el año 1902 se emprendieron las obras para construir una plaza de toros en el Cerro de San Albín de Mérida. Al excavar los cimientos aparecieron esculturas en razonable buen estado y fragmentos de monumentos de mármol que parcialmente fueron a parar a la colección particular del Sr. Solano, V Marqués de Monsalud (1), custodiada en su palacio de Almendralejo. Solano, quien firmaba sus trabajos académicos con su título nobiliario y así se ha consagrado en la bibliografía secundaria, las dio a conocer en 1903 en un artículo del Boletín de la Real Academia de la Historia (2). Allí se publicaron, junto a otros materiales, aunque sin mencionar su procedencia, el altar fundacional, el Océano (que no sabe identificar), el altar de Quintio y el fragmento de la inscripción (S)arapi[di] (Alvar, 2012, nº 18, p. 46); desde entonces perdido, al igual que la de Quintio. Otros materiales quedaron resguardados en la caseta de las obras de la plaza de toros, mientras que algunos otros se dejaron abandonados en el paraje al suspenderse las obras.
Tuvo noticia del hallazgo Pierre Paris, que se encontraba viajando por España. Consciente de la magnitud del hallazgo, se apresuró a enviar una nota a la Académie des Inscriptions et Belles Lettres (Paris, 1904, pp. 573-575) y al Archäologische Anzeiger (Paris, 1906, pp. 168-181). Y así, en la sesión del 4 de noviembre de 1904, Réné Cagnat daba lectura en l’Académie de la carta enviada desde España por Pierre Paris, a la sazón miembro correspondiente de la institución, en la que se notificaba el descubrimiento de un mitreo:
“Al pasar por Mérida, a finales de este último julio, se me ocurrió visitar los trabajos de construcción de la Plaza de Toros y vi, abandonada en el ruedo, una estatua superior al tamaño natural de un hombre tumbado, apoyado en su codo izquierdo…”
Y continuaba describiendo los materiales y las inscripciones que le permitían concluir:
“La existencia de un templo de Mitra en Mérida no era conocida, creo, hasta ahora; pero era natural que esta ciudad se entregara a un culto especialmente querido por los soldados”.
Lamentaba el estado en el que se encontraban los hallazgos y sentenciaba lacónicamente para cerrar su misiva:
“¡Ojalá que la nueva ley sobre antigüedades, votada por el gobierno español, no haga más frecuentes y funestas que antaño semejantes negligencias!” (3).
No había duda para él de que el Museo del Louvre era mejor cobijo para los patrimonios ajenos, abandonados o malvendidos por la chabacana administración española que permitía al propio P. Paris como triumphus de su campaña hispana conducir, entre otros trofeos, a la Dama de Elche hasta la capital francesa, mientras la Académie corría con los gastos del desplazamiento (4). Sin embargo, lo que él pretendía dar como primicia no era tal, pues ya en el volumen correspondiente a 1903, la Real Academia de la Historia había publicado, como ya ha quedado dicho, en su Boletín el trabajo de Solano con el que se daba a conocer el importantísimo hallazgo emeritense (5).
Pierre Paris envió a Francia las fotos de los hallazgos, circunstancia aprovechada por Réné Cagnat para publicar dos breves noticias con los datos aportados. Por aquel entonces la atención de la Académie estaba centrada en la localización de epígrafes y su catalogación dentro de los corpora de inscripciones. En su estudio, Cagnat se limitó a constatar las fórmulas para la designación de los dioses y lo más relevante de los cargos sacerdotales. A partir de esa información llegaba a la conclusión de que constituían testimonio suficiente para aceptar la existencia de un mitreo en Mérida. No obstante esas alforjas ya habían sido llenadas con la erudición de Fidel Fita.
En 1907 José Ramón Mélida viajó por vez primera a Mérida y visitó el lugar cuando preparaba su Catálogo Monumental de la Provincia de Badajoz (Mélida, 1925-1926) (6). Su preocupación fue enorme al ver las condiciones en las que se hallaban las piezas exhumadas en aquella cantera abandonada, pues –como se ha indicado– las obras de construcción de la plaza habían quedado paralizadas. Gracias a sus gestiones y al decidido apoyo de algunas otras personas logró que los restos fueran depositados en el Museo de Mérida (Mélida, 1914, p. 440).
En 1910 se encargó a Mélida la excavación del teatro romano de Mérida, de modo que su actividad arqueológica en la ciudad, que se prolongó durante veinte años (7), le permitió recabar puntualmente toda la información relativa a los hallazgos que se iban produciendo en la ciudad (8).
Las obras en la plaza de toros se reanudan en 1913, lo que generó cierto entusiasmo ante la eventualidad de que se produjeran nuevos descubrimientos tanto epigráficos y escultóricos, como arquitectónicos, pues se albergaba la esperanza de que apareciera el mitreo. Poco después, en 1914 Mélida, publicó un artículo sobre los cultos de Serapis y Mitra en Mérida a partir de la información que había obtenido hasta entonces (Mélida, 1914). En ese trabajo detallaba con más conocimiento y generosidad intelectual que Solano las piezas descubiertas tanto en 1902 como en 1913, aunque reconocía que no se había detectado resto alguno de construcción. Desde entonces sigue abierto el problema de la localización del mitreo emeritense, si bien los investigadores han asumido casi de manera unánime que el santuario tenía que estar allí.
La importancia de los hallazgos tuvo su reconocimiento internacional a partir de los comentarios de Cumont (1905), no ya solo en Francia, sino en otros lugares, como Estados Unidos, donde, en el Homenaje a Crawford Howell Toy, C.H. Moore publica un trabajo sobre los cultos orientales en España (Moore, 1912), o en el más cercano Portugal, gracias a la enorme erudición de Leite de Vasconcellos (RL III, 1913, pp. 334-341). Cumont ya se había forjado la idea de que Hispania era un territorio pobre en testimonios mitraicos; la espectacularidad de los hallazgos emeritenses no le hizo cambiar de idea, ni siquiera con el apoyo del CIL II, en el que Hübner había sido capaz de reunir un elenco distinguido para un país que no invertía demasiados fondos en excavaciones arqueológicas. En lugar de atribuir la pobreza patrimonial a la escasez de investigación le resultó preferible proporcionar una explicación basada en el carácter de provincias pacificadas que tenían las tres de Hispania y, por tanto, carente prácticamente de contingentes militares. El estereotipo se mantuvo hasta los años 80, repetido hasta la saciedad, con escasas excepciones, como habrá ocasión de ver.
Mientras tanto, en España la estatuaria emeritense se incorporaba a los repertorios de escultura clásica (Gómez Moreno - Pijoán, 1912, nos 15, 24, 27, 36 y 37) y a las colecciones monumentales (Macías, 1913), sin suscitar especial interés en el estudio de las formas religiosas precristianas.
En Francia, en cambio, el interés por los estudios religiosos mantuvo despierto el conocimiento de los hallazgos hispanos. Naturalmente, Pierre Paris fue fundamental en ese sentido (1914a, 316-389; 1914b, 292-296 y 1914c, 1-31), pero a él se unieron pronto otros investigadores como Lantier (1918), con una recopilación de escasa aportación, o de forma mucho más innovadora Jacques Toutain quien entre 1905 y 1918 publica una ingente obra en la que pretende estudiar la totalidad de los cultos paganos en la parte latina del Imperio Romano (Toutain, 1905-1918).
El tomo II (Toutain, 1911) está dedicado los cultos orientales y ya desde la primera página deja Toutain constancia de que afronta el problema desde una perspectiva diferente a la de Cumont, pues lo que pretende es determinar qué influencia pudieron haber ejercido los cultos orientales en las provincias occidentales del Imperio. Reconoce que en gran medida sus conclusiones serán análogas a las del sabio belga, pero que su objetivo es trazar la historia de los cultos a partir de los datos materiales, frente a Cumont que se había preocupado más por el contenido moral, filosófico y teológico de los cultos (Toutain, II, 1911, p. 2). Se puede afirmar que la obra de Toutain es la aportación más importante para el estudio de los cultos orientales en las provincias hispanas hasta la monografía de García y Bellido (1967). Por supuesto, García y Bellido es buen conocedor de la obra de Toutain, pero sus inquietudes intelectuales lo mantienen más aferrado a la constatación empírica que al análisis de la Historia de las Religiones y, en cualquier caso, la magnitud de Cumont le resulta tan apabullante que en caso de colisión entre Cumont y Toutain, se inclina habitualmente por la opinión del primero.
Defiende Toutain como innovación la adaptación de los cultos orientales a las realidades locales en algunos ámbitos de manera que las vicisitudes históricas de cada culto estuvieron determinadas por la idiosincrasia de las culturas receptoras. Por ello se aprecian algunas peculiaridades locales, aunque en lo esencial, las ceremonias y la organización, se habrían trasladado sin el menor cambio (9). El objetivo prioritario era, como es natural en el paradigma positivista, establecer los datos empíricos, aunque no siempre se realizó con el rigor que el método debería requerir. A partir de esos datos se podría determinar el grado de implantación del culto y tomarlo como exponente del proceso de implantación (10). La convicción difusionista contribuye a la construcción de un escenario en el que lo importante no es la recepción, sino la expansión, lo que desarbola al estudioso ante situaciones inesperadas, como ocurre con el santuario de Panóias, expresión de la enorme difusión de los cultos egipcios, aunque no logre aclarar cómo alcanzan tan remoto lugar sin establecimientos en todo el interior peninsular, al menos en su época.
En otro orden de cosas, sorprende que teniendo algunos datos que revelan la connivencia entre los cultos orientales y los poderes públicos, Toutain y quienes lo suceden, no toman en consideración ese fenómeno –excepto para explicar la presencia de altos funcionarios en el mitraísmo (11)– aspecto que será de enorme interés en los estudios más recientes. Sin duda, la ausencia de templos conocidos dificultaba la idea de que los cultos orientales no fueran tan alternativos como se suponía. Por ello se defendía con ardor que se trataba de cultos esencialmente particulares y poco propensos para atraer ciudadanos acomodados, pues en su lógica lo normal habría de ser que se encontraran esclavos, libertos y a ser posible todo tipo de individuos con cognomina de raíz griega, ya que los indígenas escaseaban (12). En definitiva, la obra de Toutain se cerraba con un aserto radical:
«L’influence de l’Orient a modifié beaucoup moins profondément la vie et la dévotion quotidienne des provinces latines que la théologie, la philosophie et les religions officielles de la haute société romaine” (13).
Al mismo tiempo que Toutain redactaba su importantísimo estudio se estaba elaborando otra obra decisiva para el estudio de las religiones peninsulares. Me refiero, naturalmente, a la ya mencionada monumental publicación de J. Leite de Vasconcellos, Religiões da Lusitania en tres volúmenes (1882-1913). Aunque no atiende a la totalidad de la Península, su aportación se convierte en el modelo y paradigma de investigadores posteriores por varios motivos. En primer lugar por la exhaustividad de su procedimiento heurístico. Sin duda, la publicación del CIL II facilitó enormemente su tarea, pero no se conformó con la información epigráfica y fue capaz de reunir una vastísima colección de documentos arqueológicos con los que pudo elaborar no sólo un catálogo muy completo, sino también formular hipótesis explicativas sobre los fenómenos religiosos.
En lo concerniente a los cultos orientales, su fuente de inspiración fue la primera edición de Les religions orientales que Cumont había publicado en París en 1906. Curiosamente parece desconocer el segundo volumen de la obra de Toutain, publicado, como hemos indicado, en 1911. En relación con el culto mitraico sigue fundamentalmente la interpretación ofrecida en la obra monumental de Cumont (MMM, I, 1899; II, 1896). Cita en nota las inscripciones conocidas en toda la Península (CIL II, 5366, 4086, 5728 ad 1025) antes de detenerse en el conjunto emeritense para el que cuenta con la información de Solano (1903, pp. 242-244), las fotos que le proporcionó Mélida y que él reproduce en el libro, así como con la interpretación de Cumont. Sin embargo, no hay demasiadas novedades en la visión de Leite de Vasconcellos, salvo en la insistencia en distinguir epítetos y teónimos, a propósito de Mitra y Sol, quizá con excesivo celo al pretender disociar Sol Invicto de Mitra (p. 366) (14). No son muchas las innovaciones introducidas por el sabio portugués al conocimiento de los cultos orientales en Lusitania. Realiza una cierta inserción de los restos materiales en el contexto cultual establecido por los estudiosos foráneos, pero, a pesar de todo, le falta una buena dosis de dimensión histórica a su esfuerzo.
Al año siguiente de la publicación de las Religiões da Lusitania de Leite de Vasconcellos, daba a conocer Mélida un señalado trabajo sobre los cultos mistéricos emeritenses. Prácticamente no agrega nada nuevo a lo que ya se sabía por los trabajos de sus predecesores y como expresión fehaciente de su dependencia interpretativa, afirma: “en cuanto a quienes trajeron a Emerita Augusta estos cultos orientales, menester es atenerse a la opinión recibida de que los difusores de ello en el vasto Imperio romano fueron los soldados”, por tanto, no queda más remedio que concluir: “fueron los soldados, esto es, las legiones que de Oriente procedían. Y en este punto conviene recordar que en Mérida estuvieron la legión VII Gémina Félix, la X y la V” (Mélida, 1914, p. 444).
De este modo, quedaba establecido un vicio interpretativo, ya presente en Toutain (15), como consecuencia de un proceso analógico. Y para mayor presión, siguiendo un procedimiento especular, Cumont en 1956 dejaba listo para sentencia el asunto, al afirmar con el aplomo que le proporcionaba su criterio de autoridad que la conexión entre la presencia de restos mitraicos y guarniciones romanas en Hispania es manifiesta (Cumont, 1956, p. 59). Si es cierto o falso el aserto sólo podría cuestionarlo una insolencia atrevida, por eso se hizo esperar tanto.
En el Homenaje a Martins Sarmento publicó Lantier (1933, pp.185-189), un breve trabajo en el que pretendía ofrecer un panorama general del conocimiento que sobre los cultos orientales en la Península Ibérica había en su época. Ciertamente, el trabajo del Conservador del Museo de Antigüedades Nacionales de Saint Germain-en-Laye no era especialmente original, ni revelador, teniendo en cuenta los precedentes establecidos por Paris, Toutain, Moore, Leite de Vasconcellos, Cumont y los restantes investigadores que se habían preocupado por los aspectos religiosos de Hispania de un modo más o menos directo. El interés de Lantier por estas cuestiones venía dado por su participación en un proyecto de amplitud diseñado por L’École des Hautes-Études hispaniques de Madrid, consistente en el Inventario de los monumentos esculpidos precristianos de la Península Ibérica. Como ya se adelantó, en 1918 Lantier había publicado el primero de los fascículos, correspondiente a Lusitania, conventus Emeritensis.
La ausencia de textos literarios y la falta de repertorios iconográficos, señala Lantier, hacen muy difícil la innovación con respecto a los investigadores previos. En lo que sí resulta significativo su estudio es en el abandono del análisis detallado de los documentos para centrarse más en el planteamiento de los problemas que preocupan en su momento: cronología de la llegada de los cultos, zonas de dispersión, agentes transmisores. Sin embargo, su dependencia de los estudios de Toutain es demasiado evidente como para pasar inadvertida. En realidad, no da mucho más que los otros autores, simplemente reitera desde las novedades lo que ya había sido dicho. Sin duda, se trata de un procedimiento historiográfico que llegará a compartir el propio García y Bellido, pues la única diferencia entre unos y otros es el volumen de materiales manejados; es decir, se trata básicamente de una diferencia cuantitativa, pues las explicaciones generales proporcionadas por Lantier-Leite de Vasconcellos- Toutain-Cumont son repetidas por García y Bellido, de manera que la mayor copiosidad de objetos no contribuye a plantear problemas y soluciones con afán renovador.
Lantier parte de la hipótesis, ya sugerida por Cumont, de la permeabilidad peninsular a los cultos orientales motivada por la vetusta presencia de comerciantes semitas en el litoral. Así, la convicción de una evolución unidireccional, ininterrumpidaydifusionistaimperante, resultaincuestionable, de modo que se da como obvio que la propia presencia de un Hércules gaditano justifica la totalidad de las expresiones religiosas de origen oriental. Donde cupo uno, caben todos los demás, como si no hubiera diferencias cualitativas en virtud del lugar de procedencia del dios, del momento en el que se supone que desembarca en la Península, de los agentes transmisores, de la capacidad de recepción de la comunidad supuestamente recipendiaria de la novedad religiosa, de las condiciones del contacto intercultural, y tantos otros problemas que no lo son tanto cuando ni siquiera se plantean. Como botón de muestra, bastaría señalar que, al reconocer la importancia del templo de Melqart en Cádiz, asume Lantier que la Bética entera, aún Tartéside, quedaría impregnada igualmente por el influjo aculturador fenicio. Olvida un dato importante, arrastrado por desgracia en el inconsciente colectivo hasta hace bien poco, como es el hecho de la distinta composición demográfica de Cádiz y el territorio por ella explotado (16). Sorprende, no obstante, que la población que desde tan antiguo había conocido a los dioses orientales no manifieste en época romana su inclinación por tales dioses. En realidad, Lantier tiene que admitir que los misterios de época romana:
«n’ont pas fait de prosélytes dans la bourgeoisie indigène des villes ou des populations campagnardes» (Lantier, 1933, 189).
Al margen de las consideraciones que los conceptos y los términos empleados puedan merecer, llama la atención que no ensaye al menos una justificación acerca del desinterés de la población local. Posiblemente no se trataba de un asunto que le resultara de importancia, lo que refleja su sesgo historiográfico.
Las fuentes utilizadas por Lantier son lógicamente iconográficas y epigráficas, pero el contenido interno de estas últimas no parece inquietarle demasiado, pues independientemente de lo que en ellas se dice, se limita a repetir que la presencia de los dioses orientales es debida a la presencia de colonias de comerciantes y a la llegada de los ejércitos romanos. Así se justifica la lógica distribución de los materiales: por las villas marítimas, administrativas y militares. Pero cuando el sistema no funciona, como queda explícitamente reconocido en los casos de Gerona, Vellica, Acci y Pax Iulia (Lantier, 1933, p. 188), se limita aparentemente a esperar que aparezcan los eslabones perdidos: esas localidades “doivent être rattachées à l’un ou l’autre des ces groupes”, refiriéndose al litoral o a las importantes ciudades con función administrativa en las que se documenta la presencia de los dioses.
En lo que sí resulta algo innovador Lantier es en el tratamiento de los pequeños objetos. A pesar de esa atención específica, los materiales de uso doméstico con iconografía vinculada a los dioses orientales no son, por lo general, testimonio de culto en su opinión. Es quizá, en este sentido, pionero en la resistencia a lo que Balil ha denominado “pseudo-sacralización” del objeto de culto doméstico (Balil, 1986, p. 257).
Esta era la situación general del conocimiento sobre los cultos orientales cuando García y Bellido entra en escena. Dominaba la construcción de Cumont según la cual hay continuidad absoluta entre el Mitra iranio y el romano, sus sacerdotes, los magos, serían los propagadores de su doctrina y los militares de origen oriental difusores entre sus compañeros de milicia que, a su vez, la propagan por sus lugares de procedencia. Se trata de un culto apropiado para una soldadesca poco instruida muy compleja desde el punto de vista etnolingüístico que encuentra mecanismos de cohesión a través de la doctrina mitraica. En estas circunstancias, como he señalado, la escasez de militares en Hispania justificaría su escasa implantación en la Península. Sin embargo, ningún autor se había interesado por conocer las condiciones de desaparición de este culto supuestamente enfrentado con el cristianismo. Ni una palabra sobre el hipotético contacto entre Mitra y el cristianismo en el solar hispano. García y Bellido tampoco habría de ser una excepción.
Las virtudes del trabajo de García y Bellido son sobradamente conocidas. Abruma su exhaustividad, su capacidad para estar informado, su acopio de materiales. Provoca admiración por sus conocimientos, por su meticulosidad y esmero, por su facilidad de sistematización en ámbitos bien dispares, de modo que la catalogación parece en él una tarea sencilla (17).
Sin embargo, cuando descendemos a la interpretación histórica de los materiales recogidos vemos la tremenda dependencia del pensamiento de García y Bellido con respecto a la producción foránea y, en especial, con respecto a la de los grandes maestros. En la documentación que García y Bellido tenía a su disposición había elementos suficientes como para matizar e incluso en ocasiones desmentir los postulados generales. Posiblemente hacía falta un apoyo teórico para emprender el proceso antitético y la investigación en España no tenía las posibilidades de hacerlo. De todos modos aún quedaba una década para que comenzara el derribo de la construcción monumental de Cumont y con ello el cambio metodológico necesario para comprender más adecuadamente la historia de los llamados cultos orientales en la Península Ibérica (18).
El catálogo de García y Bellido transmite la imagen de carecer de otras preocupaciones más allá de la constatación empírica de los “hechos históricos”, como si constituyeran una realidad incontrovertible, unívoca, obvia e indiscutible a partir del momento en el que se establece el “dato de objetividad”. Y así, el testimonio como finalidad proporciona una imagen monolítica y acabada propia de un magnífico catálogo susceptible de modificación únicamente en virtud del descubrimiento de nuevos testimonios que habrán de hallar su legítimo lugar en la posición taxonómica que ya de antemano les corresponda gracias a la inflexible y previsora lógica del estudioso acostumbrado a sistematizar los datos para el conocimiento.
Pero cuando se indagan problemas ajenos a la formalidad de los documentos aflora una sensación de vacío ante la despreocupación de García y Bellido. No faltan en su obra, bien es verdad, preguntas que trascienden la mera recopilación documental, pero no superan el carácter naïf del llamado sentido común, ajeno a las especulaciones -afortunadas o disparatadas- propias de quienes reflexionan sobre sí mismos a través de los estímulos proporcionados por los problemas de la Antigüedad.
Desde un punto de vista cuantitativo es mucho lo que ha cambiado desde 1967; sin embargo, las recopilaciones documentales de carácter general sobre el culto de Mitra en Hispania no han modificado de manera radical el conocimiento.
Una línea renovadora provino del estudio de la iconografía, de la mano de M. Bendala, que enriqueció la búsqueda con procedimientos no excesivamente explorados, en el caso de los misterios, por García y Bellido. Así en el artículo publicado en el congreso de la Religión Romana en Hispania, indagaba la procedencia estilística y conceptual de la estatuaria mitraica emeritense, dando como resultado una posible conexión con Panonia y Dacia de los introductores del culto en la capital de Lusitania (19). Bendala supo conectar el análisis iconográfico del mitraísmo hispano con las tendencias imperantes en la investigación internacional de su momento, superando así el análisis formal, podríamos decir interno, al que se limitaban los estudios nacionales (20).
Aunque no dedica su esfuerzo a la catalogación general, merece un mención especial la especialista portuguesa, Mª. Manuela Alves Dias (21) que ha sido capaz de renovar la perspectiva y significado de los cultos orientales no sólo en la localidad a la que mayor atención ha prestado, Pax Iulia, sino también ha generado un modo de análisis e interpretación de valor general para toda la Península, al preocuparse por la connivencia entre el poder político (imperial y municipal) (22) y la difusión de los cultos, o al estimular el estudio de los aspectos sociales a través del análisis de la onomástica.
En ese mismo sentido, sin ánimo catalográfico, pero con una perspicacia iluminadora Mariner despertó al mundo científico ante la posibilidad de que nuevos documentos alteraran el orden establecido por García y Bellido. Su acierto estuvo en la resolución de una incómoda K- en sendos epígrafes de Barcelona y de Cabrera de Mar, que abrió otras posibilidades en la indagación del mitraísmo hispánico (23), al tiempo que animaba a otros a ensayar otras propuestas menos tímidamente. Esto se ha puesto de manifiesto en los repertorios epigráficos, locales o privinciales que tanta falta hacían como plataforma desde la que realizar estudios históricos. Es cierto que los repertorios son de muy variada calidad, pero no es este el momento de ofrecer un listado de los ya aparecidos y, muchos menos, de emitir un juicio de valor. Mis fuerzas y mis intereses me obligan a reducir el esfuerzo a las escasas aportaciones catalográficas al mitraísmo hispano.
En 1981 publiqué un artículo inmaduro, en el que pretendía purgar el catálogo de García y Bellido de todo aquello que no consideraba propiamente mitraico y, a partir de los datos cribados, intenté establecer una nueva forma de aproximación a la realidad histórica del culto, cuya presencia en Hispania no estaba motivada por la acción de militares, sino fundamentalmente de comerciantes y agentes del poder. Por ello, no había que buscar una difusión lineal del culto, sino que habría penetrado por acciones sucesivas y que así se podría comprender mejor el mapa del mitraísmo peninsular. Establecía también que la recepción se había limitado a ámbitos urbanos entre gente culturalmente romana, con presencia de libertos orientales frecuentemente vinculados a responsabilidades cultuales. La escasa implantación del mitraísmo en la Península habría provocado un pronto declive, de modo que nunca habría llegado a producirse una competencia religiosa entre los seguidores de Mitra y los de Cristo en Hispania. Por desgracia, aquellas conclusiones innovadoras con pretensiones de historiar el culto no iban acompañadas de un catálogo bien confeccionado, del que pudiera sentirme orgulloso, por lo que con este libro pretendo liberarme de aquel fastidio y es la causa por la que omito su cita en este nuevo trabajo.
Ahondé en mis conclusiones en tres trabajos prácticamente contemporáneos, en los que abordaba el conjunto de los cultos denominados orientales en cada una de las provincias hispanas (24). Las conclusiones obtenidas distaban mucho de la imagen general ofrecida por García y Bellido; aunque el sustento documental no era excelente, al menos iba mejorando sustancialmente. El estudio más profundo de cada uno de los documentos, las nuevas tendencias analíticas y una visión más compleja de los problemas me ha obligado a cambiar de criterio en no pocos asuntos. Sin embargo, mi visión actual es producto de todos los trabajos anteriores, por lo que si algo ha mejorado es en virtud de una mirada crítica sobre mi propia evolución. Un punto de inflexión relevante en mi opinión es el trabajo dedicado al estudio de las circunstancias de desaparición de los misterios en Hispania (Alvar, 2014), con el que se abren nuevas perspectivas de análisis completamente diferentes a las que se planteaban en la estela de García y Bellido.
Con posterioridad a mi trabajo de 1981, ha habido otros catálogos generales. El primero de ellos corresponde a la tesis doctoral de Julio Muñoz García-Vaso (Muñoz, 1989). Una investigación muy voluminosa en la que la primera parte se dedica al estado de la cuestión sobre los estudios mitraicos en general y una segunda en la que se ofrece un catálogo de los mithriaca hispanos bien documentado del que extraía unas conclusiones que incidían en la ya demostrada desconexión del elemento militar en el mitraísmo peninsular y que defendían puntos de vista opuestos a los que yo había expresado, sustancialmente en lo concerniente a la perduración del culto en Hispania más allá del siglo IV, su profunda implantación y su organización perfectamente estructurada de forma más o menos homogénea por todo el territorio. Es obvio que aquellas conclusiones surgían de una proyección generalizada en el espacio y en el tiempo de los documentos con una argumentación no siempre rigurosa y poco permeable a las tendencias interpretativas más innovadoras. Desgraciadamente su trabajo quedó inédito, pero algunos de sus postulados los ha defendido en publicaciones menores (Muñoz, 1989b (25); Vázquez - Muñoz, 1990; Muñoz, 1991; Muñoz, 1995; Muñoz, 1997).
En el año 1989 publicó Mª Antonia de Francisco Casado su Memoria de Licenciatura en la Universidad de Granada (Francisco, 1989), un catálogo de los monumentos mitraicos que desgraciadamente carecía de rigor. Sin embargo, al tratarse de la única monografía publicada desde la de García y Bellido, se convirtió en un referente ampliamente citado. El estudio de los materiales era bastante pobre y las conclusiones nada novedosas. Se trata, pues, de un libro perfectamente prescindible, al que le faltó, como tantas veces ocurre, una dirección adecuada, un método estricto y una formación más amplia (26).
Sin las pretensiones de un catálogo sistemático, un extenso artículo de Narciso Santos Yanguas (2013), pretende ser una actualización del conocimiento sobre los cultos de origen oriental en la Península. El objetivo es demasiado ambicioso y el producto final es una mezcla de lugares comunes con ideas poco actualizadas, salpimentado de errores y ausencias que lo convierten en una pieza escasamente útil.
Por último, en el año 2016 defendió su tesis doctoral Claudina Romero Mayorga, un estudio sobre iconografía mitraica en Hispania, aún inédito, pero accesible en la red a través de los eprints de la Universidad Complutense (27). Una vez más el copioso estudio se inicia con un estado de la cuestión de unas cien páginas, interesantes para quien ignore la historiografía del mitraísmo, pero con carencias importantes para quien acceda desde un conocimiento experto. A continuación se ofrece un exhaustivo catálogo de los monumentos figurados hispanos, un trabajo ingente en el que demuestra una abrumadora cantidad de lecturas, en las que se aprecia con frecuencia una selección intuitiva más que una dirección orientadora, según se desprende del desconocimiento de trabajos relevantes para su investigación.
Es evidente que Romero Mayorga, aunque conoce otras publicaciones de mi autoría, trabaja casi exclusivamente sobre mi catálogo de 1981 y no sobre las modificaciones que he ido introduciendo en mis trabajos posteriores. Entre ellos, he de mencionar nuestro trabajo sobre el documento de Málaga (Martínez Maza - Alvar, 2007); el volumen dedicado al Sol greco-romano, en el que tengo una contribución (Alvar, 2008b) donde propongo nuevas conclusiones ajustadas a las novedades arqueológicas; los planteamientos reelaborados de nuevo con motivo del descubrimiento del mitreo de Lugo sobre el que redacté un capítulo de contextualización (Alvar, 2011); y, por último, mi estudio sobre el final del mitraísmo y los otros cultos iniciáticos Hispania (Alvar, 2014), lo que hubiera permitido reconocer mis aciertos y errores más allá del lejano 1981. No se me escapa que es muy difícil estar absolutamente al tanto de todo; este mismo libro estará plagado de ausencias, sin duda, pero descuidar la producción reciente del único investigador que se dedica específicamente a los cultos orientales en la Península Ibérica es una anomalía difícilmente explicable. Sería demasiado tedioso ir señalando a lo largo de todo el catálogo aquellos lugares en los que Romero Mayorga omite mi criterio con posterioridad a 1981, por lo que renuncio a defenderme de críticas a todas luces injustas (28).
En cualquier caso, con la confección de este catálogo espero haber hecho justicia a todos mis predecesores y ofrecer a cuantos continúen ahondando en estos estudios un instrumento sólido como base instrumental de sus investigaciones.
La necesidad de un nuevo catálogo se hace evidente por el desconocimiento mostrado por buena parte de la investigación en relación con el mitraísmo en Hispania. Baste con echar una ojeada a la reciente publicación de Adrych - Bracey - Dalglish - Lenk - Wood, 2017, en cuyo mapa 2 no hay ni una mención al material hispano. Sirva, pues, este nuevo estudio para ofrecer a la comunidad científica internacional un actualizado punto de partida para su conocimiento y sus investigaciones.
(1) Vid. García Iglesias, 1997.
(2) Solano, 1903, pp. 242-249; Solano, 1904, nº 1, p. 445, donde da a conocer el epígrafe de Gaius Iulius (nº 1.01.02.03); Mélida (1914, p. 440) indica que el Marqués se apropió de los mármoles epigráficos.
(3) Paris, 1904, pp. 573-575.
(4) CRAI, 1904, p. 310.
(5) Solano, 1903, p. 245.
(6) Casado, 2006, 201-217.
(7) Casado, 2006, 277.
(8) Casado, 2006, 273-277.
(9) Toutain, II, 1911, pp. 12 y 30.
(10) Toutain, II, 1911, p. 145.
(11) Toutain, II, 1911, pp. 166-167.
(12) Toutain, II, 1911, pp. 150 y 167-168 sobre el culto de Mitra, al que no considera en absoluto un culto popular en Hispania, a pesar de las generalizaciones en ese sentido que formula Cumont.
(13) Toutain, II, 1911, p. 268.
(14) Véase más recientemente, Tomás García, 2017, pp. 5-25, que tampoco ayuda especialmente a la separación de Sol y Mitra.
(15) Toutain, II, 1911, pp. 147 y 159.
(16) Alvar, 1991, pp. 351-356; Alvar, 2002b, 1-20; Alvar, 2008c, pp. 267-280; Alvar, 2014b, pp. 53-67.
(17) Alvar, 1993d, p. 313.
(18) Alvar, 2005b, p. 74.
(19) Bendala, 1981, pp. 283-299, trabajo en el que, además, actualiza el catálogo de García y Bellido.
(20) Bendala, 1986, pp. 345-408.
(21) Dias, 1979, pp. 203-226; Dias, 1981, pp. 33-39; Dias, 1990, pp. 157-166.
(22) Podría situarse en esa orientación Alvar, 2016, pp. 385-403.
(23) Mariner, 1978, pp. 79-84. Era el artículo que el latinista catalán destinaba al II Congreso Internacional de Estudio de las Culturas del Mediterráneo Occidental que se celebraba en Barcelona cuando tuvieron lugar los últimos fusilamientos del franquismo. Buena parte de los investigadores extranjeros decidió plantar el congreso como señal de protesta, los trabajos de las sesiones barcelonesas fueron publicados según se cita más arriba. Pero la ruptura provocó un congreso alternativo en Malta, cuyas actas fueron publicadas en Argelia: Actes du 2e Congr. Int. d’Étude des Cultures de la Méditerranée Occidentale, 2 vols., Argel, 1976 y 1978. Curiosamente en ellas no se hace ninguna mención a los hechos.
(24) Alvar, 1993a; Alvar, 1993b; Alvar, 1993c, dedicados respectivamente a la Tarraconense, Bética y Lusitania. Otros trabajos, en los que iba puliendo mi pensamiento (Alvar, 2005b; Alvar, 2008a), parecen haber pasado inadvertidos.
(25) Este artículo contiene en buena medida las conclusiones de su tesis y, como se puede apreciar, acepta acríticamente muchos testimonios que muy probablemente no son mitraicos, como los del alto de Ibañeta o el de San Martín de Unx, que pone en paralelo con el de San Juan de la Isla, cuando sus contextos histórico-arqueológicos son completamente diferentes.
(26) Se podría decir lo mismo de otro trabajo presentado asimismo en la Universidad de Granada por Roberto Olavarría Choin (2004), tan dependiente de las publicaciones previas que no añade ninguna perspectiva novedosa, por lo que omito su inclusión en mi catálogo. En otro orden de cosas, tampoco querría dejar sin comentario un sorprendente trabajo de A.M. Romeiro Carvalho (Carvalho, 2009), en el que pretende vincular las tumbas excavadas en roca al mitraísmo, sin ningún fundamento metodológico, al considerarlas no ya sepulturas, sino “taurobolios” mitraicos (sic), en los que los iniciandos recibían la aspersión de la sangre del toro. Una mezcla del falso taurobolio metróaco de Prudencio (Peristephanon, X), con el mitraísmo en roquedales dispersos por el campo.
(27) http://eprints.ucm.es/39395/1/T37841.pdf
(28) “Sin embargo, gracias a las excavaciones llevadas a cabo en estas últimas décadas, se hace pertinente revisar el repertorio glosado por Alvar así como también sus conclusiones” (Romero Mayorga, 2016, p. 151). Es cierto, pero como he indicado más arriba, si hubiera leído para la elaboración de su estupendo catálogo la producción mencionada, se habría dado cuenta de que esa revisión estaba ya realizada en gran medida por el propio Alvar.